Mi
madre me enseñó a burlarme de la gente.
Una
de nuestras favoritas diversiones era sentarnos en la banca de un centro
comercial a comer una generosa nieve y observar a los extraños que por ahí
paseaban. Familias, solitarios, chicas cargadas con bolsas de tiendas,
empleados, a todos nos los pasábamos por las armas y les construíamos historias
acerca de por qué estaban mal peinados, mal vestidos, sobrados de peso, de
prisa, en medio de la parsimonia o con oscuras sombras alrededor de los ojos.
Al final, todo eran risas y exageraciones, la intención era comernos la nieve y
no sucumbir ante el aburrido silencio, aunque eso era difícil cuando estabas en
compañía de mi madre.
Lo único que nunca explotamos lo suficiente fue sentarnos
en un parque y observar las nubes para reconocer algo en sus formas. Eso era
más bien entre los niños, y mientras ignorábamos los peligros de los rayos
ultravioleta, cazábamos lo que por allá arriba se deslizaba. Lo difícil no era
señalar lo familiar en esos cúmulos lejanos, sino hacerlo de manera inmediata,
pues el espectáculo duraba apenas unos segundos. En marzo no se facilitaban las
cosas, ya que el viento las desmenuzaba tan rápido que nos dábamos el
privilegio de inventar visiones como un rinoceronte sobre una canoa, la silueta
de una de las flores de las jacarandas o hasta el arrugado rostro de un anciano
que sonríe como quien está a punto de ser atrapado en una fotografía.
No sabía entonces que había más posibilidades para las
nubes. Mi madre no alcanzó a enseñarme. Sin embargo, un día tuve la fortuna de
conocer a un hombre que ya había cometido la temeridad de engendrar una pequeña
versión de él mismo y una mujer que le ha ayudado a que se dedique a la
escritura a pesar del trabajo, los buenos platillos para la comida en casa y
los amigos necios que le insistimos una o dos cervezas más antes de regresar a
su reino. Ese paraje que no conozco está invadido, según mi cabeza, desde acá
aparte, por una nube que puede ser de lluvia o de esponjoso asombro, que se
mete entre los sillones, debajo de las mesas, se enreda en las sábanas y a
veces saca sustos porque para eso están las nubes, como cortina antes de una
aparición fantástica o la terrible imagen de la realidad, no sin antes de una
dosis de misterio.
Este hombre me recordó, con la foto de un disfraz, que la
dicha también puede leerse en las nubes y que, en ocasiones, éstas tienen la
forma de un niño, que flota también entre sus brazos.
Nunca te lo había contado, Miguel Ángel.

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