sábado, 25 de mayo de 2013

Nubes


Mi madre me enseñó a burlarme de la gente.
Una de nuestras favoritas diversiones era sentarnos en la banca de un centro comercial a comer una generosa nieve y observar a los extraños que por ahí paseaban. Familias, solitarios, chicas cargadas con bolsas de tiendas, empleados, a todos nos los pasábamos por las armas y les construíamos historias acerca de por qué estaban mal peinados, mal vestidos, sobrados de peso, de prisa, en medio de la parsimonia o con oscuras sombras alrededor de los ojos. Al final, todo eran risas y exageraciones, la intención era comernos la nieve y no sucumbir ante el aburrido silencio, aunque eso era difícil cuando estabas en compañía de mi madre.
Lo único que nunca explotamos lo suficiente fue sentarnos en un parque y observar las nubes para reconocer algo en sus formas. Eso era más bien entre los niños, y mientras ignorábamos los peligros de los rayos ultravioleta, cazábamos lo que por allá arriba se deslizaba. Lo difícil no era señalar lo familiar en esos cúmulos lejanos, sino hacerlo de manera inmediata, pues el espectáculo duraba apenas unos segundos. En marzo no se facilitaban las cosas, ya que el viento las desmenuzaba tan rápido que nos dábamos el privilegio de inventar visiones como un rinoceronte sobre una canoa, la silueta de una de las flores de las jacarandas o hasta el arrugado rostro de un anciano que sonríe como quien está a punto de ser atrapado en una fotografía.
No sabía entonces que había más posibilidades para las nubes. Mi madre no alcanzó a enseñarme. Sin embargo, un día tuve la fortuna de conocer a un hombre que ya había cometido la temeridad de engendrar una pequeña versión de él mismo y una mujer que le ha ayudado a que se dedique a la escritura a pesar del trabajo, los buenos platillos para la comida en casa y los amigos necios que le insistimos una o dos cervezas más antes de regresar a su reino. Ese paraje que no conozco está invadido, según mi cabeza, desde acá aparte, por una nube que puede ser de lluvia o de esponjoso asombro, que se mete entre los sillones, debajo de las mesas, se enreda en las sábanas y a veces saca sustos porque para eso están las nubes, como cortina antes de una aparición fantástica o la terrible imagen de la realidad, no sin antes de una dosis de misterio.
Este hombre me recordó, con la foto de un disfraz, que la dicha también puede leerse en las nubes y que, en ocasiones, éstas tienen la forma de un niño, que flota también entre sus brazos.
Nunca te lo había contado, Miguel Ángel.




domingo, 12 de mayo de 2013

A los 30





Varias veces se ha dicho que los que tenemos más de 30 años acá tenemos lo mejor de los dos mundos, del de ahora, inundado en gadgets e información ultrasónica, y de aquella en la que grabar una selección de canciones al romance de la semana implicaba, al menos, una tarde entre la curaduría y el proceso de producción de un cassette, que algunas todavía llaman mix-tape, aunque se trate de un compacto al que le arrastraron más de 40 canciones. A riesgo de sonar pedante, en mis tiempos, un mix-tape de 40 canciones se traducía no en uno, sino en varias cintas, y días sin hacer tarea, ir al cine o tener contacto con el mundo exterior, actividades que también, nosotros lo viejos, aprendimos a hacer como ustedes los más chicos: desde una computadora.

La música es, siempre será si acaso, la manera en que nos acercamos a toda la gente, sobre todo con la que no conocemos pero que nos invade con su contorno porque si algo sabemos hacer mejor que otros es obsesionarnos con lo lejano. Regalar flores es arriesgarse a activar molestas alergias en el objeto de deseo; un libro, quizá un insulto, pues si no lee, creerá que intentamos aleccionarlo, y si lee, pensará que intentamos obligarlo a adquirir gusto por un autor o tema que o ya conoce hasta el hartazgo, o ya sabe que odia. Claro que, no debemos olvidar a los escritores que obsequian una copia de su trabajo publicado sin antes un “hola, ¿cómo estás?”, lo que demuestra que están más seguros que su actitud de rockstar le quitará la ropa interior a quien lee una dedicatoria que se acompaña con el número de habitación  y hotel en que se hospedan.
Así que una canción es más sencilla porque las notas le llegan incluso al más iletrado, al menos cinéfilo, al, de nuevo, más lejano de nuestra órbita. Podremos ser promiscuos y regalarle la misma pieza, una y otra vez, a quien soñamos va a dictar nuestras mareas, aún cuando ni una ola se levante. Y es que, habría que aceptar de una buena vez, nos estamos preparando a tener una melodía más para cuando estemos solos otra vez, y así recordar todo lo que no pudo ser, pues no hay canción más hermosa que aquella que nos dice que tampoco se encontró un compañero.

La culpa es de ellas, las canciones, que nos educaron a querer más a los que ya no están, pues no hay nada más ridículo que bailar de felicidad cuando hay posiblidad de un vals inmóvil, sin los pies de nadie más que interrumpan nuestra cadencia, porque después de los 25 todos tenemos 30…