jueves, 10 de octubre de 2013

sábado, 6 de julio de 2013

Elegía del artista

A ti que decidiste que ibas a dejar de lado cualquier oficio práctico o útil, que abandonaste los consejos de tu padre para que tomaras el camino del carpintero, el mecánico, el doctor, el albañil; que pensaste que no había nada de malo en atrapar la belleza para convertira en algo tuyo, déjame decirte que te equivocaste de vocación, aunque seguramente de eso ya te habrás dado cuenta.
Te dedico esta carta de despedida a tu cuerpo muerto, porque no se puede decir que tienes vida si sólo has sido creador de una charla que habla de lo otro que los demás sí han logrado, que tu manera de conmover nunca nació de tus propias manos, sino de la mierda que dejaste en las encrucijadas que te topaste, desde que un lienzo sólo te ha servido para que el resto miremos a otro lado con la esperanza de lavarnos la vista –y destruirnos la memoria ante tus horrendas pinceladas, copias de fotografías o historias mal contadas porque para ti todos son como el Hombre Elefante, con la diferencia de que le arrancaste la humanidad y le cambiaste el discurso para que éste afirmara “Yo soy un animal”.
Nos despedimos de tu pestilente existencia porque eres un criminal que sabía que no mejoraba el mundo, sino lo convertía en el mismo páramo deshabitado y seco, apenas con tierra a punto de cuartearse, a donde ni el Sol le dan ganas de pasearse por lo triste del paisaje. Te decimos hasta nunca porque quisiste arrastrarnos a tu miseria.
Nos enseñaste que hay más destrucción en tu “arte” que en tu rostro desfigurado, tus manos engarrotadas o la artritis de tu dignidad, que se tambalea con cada ligero soplido del viento, pues no soportas la belleza en otros.
Tuviste toda la razón para sentirte disminuido, ya que hasta para corromper hay que ser artista, no un monstruo más que pisa confundido los edificios porque no sabe dónde está su casa. Ni siquiera te diste cuenta de los escombros, que convertiste en hierba seca y que ahora el resto debemos cubrir con hectáreas más fértiles para que nuestros hijos no piensen que a nuestro alrededor sólo existió la absoluta miseria.
A ti, que muchas veces te creímos lejos en tu propio laberinto, te cerramos las salidas porque no podemos seguir tus pasos para borrarlos de todo lo que convertiste a nada. ¿Qué no tienes otra cosa que destruir, artista? ¿Ya te acabaste, también, tu aliento? Porque el nuestro se recupera de nuevo y no nos hace falta el tuyo.
Brindamos por tu adiós final, antes de tapiar la última de tus ventanas, desde no escucharemos más tu cacarear.


martes, 25 de junio de 2013

Nadie debería ser fantasma*


Me informan que soy un fantasma. Como no creí de inmediato semejante noticia, corrí al espejo más cercano para comprobar si ahí iba a reflejarse de manera sólida mi cuerpo o si vería una copia traslúcida de lo que recuerdo que soy. Lo curioso es que la primera impresión, esa que dicen que jamás se olvida, me hizo dudar de mi vista, quien me ha jugado dos o tres bromas en el pasado. 
         Por ejemplo, mis ojos me hicieron creer que el brillo con el que me veía un novelista era de estupefacto e imperecedero amor del bueno. Y ándale que no. Entonces, me vi en el espejo pero a la vez no, porque me habían dicho que de un tiempo para acá me han estado invocando para platicarme cualquier cosa que le haya ocurrido en el día, o que al mirar por la ventana se acordó de que me gustaba seguir la trayectoria de los pájaros que acuden a las copas de los árboles cada tarde, o que, Dios santísimo, alguien tomó una foto en la que mi silueta se dibujó en el vidrio que separa los micrófonos de la consola en un cuarto de grabación.
No creo en fantasmas. Y, ciertamente, puedo asegurar que no soy un fantasma porque cuando camino toco el piso con mis pies, y si choco contra un muro no puedo atravesarlo, no importa cuántas ganas tengo de hacerlo. Todavía existo, respiro, si tomo más de seis cervezas me pongo sentimental o aflora mi ira, si no me fijo cuando cruzo una calle una camioneta puede aventarme y regalarle a mi cuerpo otra cicatriz. 
Me informan que soy un fantasma y me parece una mentada de madre, porque el que me lo cuenta piensa que está por contarme una historia romántica acerca de mi recuerdo y sólo pienso que una vez me compararon con Eurídice, esa por la que Orfeo descendió al Hades para traerla de vuelta. Esa que se quedó en el infierno porque no supo seguir la única instrucción: no mirar atrás, no importa lo fuerte que gritaran su nombre. Me dicen que soy fantasma y quiero voltear el escritorio de un golpe porque todo el tiempo quise ser tangible, palpable, presente, y me dan sólo el título de holograma. Esa es otra forma de arder. 
Exijo que me regresen a donde estaba o me entierren con el proceso adecuado. 
Nadie debería ser fantasma si aún pueden decírselo a un par de oídos que podrán escucharlo.


*Publicado originalmente en el suplemento Ocio en la sección Crónica del Ocio.

martes, 18 de junio de 2013

El último domingo

do you remember the first kiss?
stars shooting across the sky
to come as such place like this
you never left my mind
PJ Harvey


La primera señal de que este sería mi último domingo en la tierra me vino de pronto cuando la cortina se movió sigilosamente, con la brisa de la madrugada. Esa fue la certeza de que este cuerpo se rendía, de una vez por todas, a los años que carga en su osamenta. Sin embargo, no me levanté de la cama para aprovechar el día final junto a mis hijos o las vecinas con las que comparto el sol del solsticio cada vez que hay oportunidad. Me permití dormir hasta tarde, hasta que el calor de este abril enfermizo me obligó a tomar un torpe baño que me recordó que la elasticidad de mis piernas se había esfumado para siempre. No me había dado cuenta de que estaba por abrir la puerta de mi departamento para jamás girar la llave de nuevo, porque hasta ahora, que miro pasar las nubes de tormenta con pereza sobre la ciudad, me doy cuenta de que debía entender que la respiración comenzaría a fallarme antes de que el sol se pusiera. Ya es muy tarde para correr a una sala de emergencia o pedir auxilio a un extraño, así que me siento en esta banca, aparte de las demás, y observo con calma que frente a los ojos no pasa la vida en menos de un minuto, sino que la memoria se activa con la lucidez, de su broma de clausura.
La lucidez.
Tantos años que lamenté olvidar el color de la fruta que mi abuela acomodaba sobre la mesa, o el aroma de la loción de mi tío favorito, ese que perdoné incluso cuando intentó levantar mi vestido azul cuando nos protegíamos de la lluvia bajo el cobertizo. O la marca de cerillos que mi padre siempre cargaba en su bolsillo trasero, con el que encendió tantas fogatas de días de campo sin planear. Todo eso que guardé entre fotos, correspondencia, recibos, boletos de cine o tarjetas postales, no volvió a aparecerse frente a mi desde que esta nostalgia agridulce de mi partida me acompaña.
En lugar de eso, me invadió el frío que sentí la última vez que lo vi, cuando todavía tenía edad para que me juzgaran de novel e inexperta. Mi piel jamás se había erizado de esa manera más que en aquella ocasión, pues al verlo tomar la camioneta hacia el aeropuerto experimenté el miedo a no volverlo a ver, sumado al deseo que sus labios habían provocado algunas horas antes, cuando desnuda en su cama, le permití hundir su rostro entre mis piernas, antes de besarme de manera frenética. Sólo dos noches estuve en su habitación, dos oportunidades en que nos permitimos olvidarnos de la vida que dejábamos atrás, para regresar a ella otra vez un domingo cualquiera. Y aun así, la primera noche, que fue viernes, es la que me arrancó las lágrimas de pérdida, cuando comencé a caminar hacia el centro de la ciudad, vestida con esta bata y este abrigo de anciana, que no me gustan, pero que tengo que usar porque la edad no me permite otra cosa. Recuerdo que habíamos bebido en aquella ciudad extraña, entre otros desconocidos que después llamaría amigos del alma al son de canciones desentonadas y jarras de cerveza sin fin. Teníamos ya una semana de fiesta, cada noche endulzada con botellas de licor y cigarrillos que nos quemaban los dedos porque ya no nos dábamos cuenta de que aspirábamos sólo el filtro. Él, del otro lado de la mesa me miraba de vez en cuando, y yo lo espiaba oculta entre los brazos de los que cantaban o los vasos que brindaban con ruido de vidrios a punto de estrellarse. Decidimos extender la noche hasta sus últimas consecuencias en su cuarto de hotel, en donde nos recibió con más cerveza y cajetillas de cigarro, a pesar de que yo quería dormir y ya. Y así lo hice, sin que me importara el resto. En ese entonces, al día siguiente me desperté medio mareada y abandoné el recinto para bañarme en mi habitación, y no puse atención a que él yacía dormido todavía, al otro extremo de la cama. Pero ahora lo recuerdo todo: él con los otros, escuchándome roncar en medio de un estupor etílico; él, sin decirle una palabra a los que lo vieron, quitándome los tenis para acomodarlos junto al buró izquierdo; él apagando la luz de la lámpara de noche; él metiéndome con cuidado entre las sábanas, sin quitarme una prenda más, como un hermano mayor que vigila el sueño de su hermana pequeña borracha y necia, que insiste en no cubrirse bajo su cuidado porque ya está grande; él, poniéndose la piyama dentro del baño para tomar su lugar lejos de mi, porque le costaba no rodearme con sus brazos, y el temor a dejarse llevar por esa ternura que le despedí cuando un verso de lo que todos entonaban me arrancó un par de lágrimas de amargura, porque así era yo, amargada. Esa fue la primera noche de aquel año en que dormí acompañada. Y desde entonces, jamás me he sentido así de segura.
Eso lo sé ahora.
Antes no le podía poner nombre a la necesidad de su presencia, pero toda mi vida lo extrañé. Ya que estoy a punto de despedirme de lo poco que tuve y la gente que estuvo a mi alrededor, acepto que siempre lamenté no pedirle directamente que no se fuera, que se quedara conmigo. Que ese último beso que me pidió antes de que saliera corriendo de su cuarto, lo debí convertir en un abrazo infinito y una propuesta de huida, para que nadie nos encontrara y el mundo nos olvidara para el resto de nuestros años. Perdí la oportunidad.
Pero la lucidez. Esta terca que me viene siguiendo desde que me acordé de su nombre al ver una botella de whisky en un aparador, me recuerda que esta ciudad nos vio caminar muchas veces hacia direcciones dispares, a pesar de que siempre nuestras huellas se cruzaron en esquinas comunes. A modo de aquellas películas del arqueólogo del sombrero y el látigo, miro el mapa sepia de este sitio a vuelo de pájaro recorrido por dos líneas rojas, independiente una de otra, que le dan la vuelta una y otra vez a nuestros lugares de encuentro: el bar de los sillones rotos, la librería de la señora sorda, la calle adoquinada en la que perdí el equilibrio en bicicleta y en donde él encontró una brillante moneda de cobre, el restaurante en el que me enamoré de un guitarrista y que, en ese mismo mes, él se robó una litografía con otros amigos para firmarla y guardarla para el último que perdiera la vida.
Ahora que yo la pierdo de a poquito, el domingo ha transcurrido en una calma inaudita, en medio de un silencio que se percibe infinito, como cuando en el avión los oídos se tapan y ya no sabes si te molesta o te relaja. Si te evitará escuchar el motor de tu lado fallar, o ahorrarte la angustia de lo inevitable.
Luego de nuestro encuentro nos enviamos unos megabytes de correos electrónicos en los que repasamos, hasta el cansancio, las dos veces que compartimos cama sin que nadie sospechara nada. Exprimimos tanto esa memoria, que creo que hasta inventamos nuevos detalles para excitarnos de nuevo, mintiendo el nivel de intensidad, humedad o placer para encender en el otro la urgencia de una tercera visita, que casi sucede. Hoy acabo de recordar la contraseña de esa cuenta de correo que ya no había visitado en treinta años, a la que me llegaron sus promesas de un futuro posible que jamás se materializó porque nunca abordó el avión que habría de traerlo de vuelta a mi lado. Desde entonces no quise saber de él y le di permiso de mantener los planes que él había hecho antes de conocerme; yo tuve que inventarme otros.
Todos y cada uno de ellos se movieron alrededor de él, hasta ahora me doy cuenta. Y estoy segura de que si mis fuerzas no me abandonaran en este instante, podría correr hasta su puerta para decirle que se equivocó, que en realidad pasamos toda nuestra vida juntos, aunque jamás estuvimos al tanto. Cierro los ojos y le dedico mi último pensamiento, porque el rastro de sus labios me sigue dando los mismos escalofríos de cuando tenía 29 años, aquel último domingo, en una ciudad extraña.
Y ya no hay nada más, excepto esa línea que dibujo, para unirnos por última vez.


viernes, 14 de junio de 2013

Ballenas varadas

“We can’t see the start, we can’t hide the end”
The Album Leaf

Cada vez que Rogelio veía en las noticias que en alguna playa se encontraban ballenas varadas, lo invadía una sensación que le costaba definir, pero que le obligaba a observar aquellos enormes mamíferos echados de lado sobre la arena. Miraba a los ambientalistas y voluntarios que ayudan a mantenerlas mojadas, si no podían cargarlas a aguas más profundas, y se preguntaba si alguna de ellas en realidad quería ser salvada.
Intentar leer su rostro era como cuando buscaba ojos y boca a los personajes de un óleo de arte moderno, o cuando hacía lo posible por adivinar lo que un gato piensa mientras lo ve desde su sillón favorito: no le decían nada. Sin embargo, siempre se concentra en los ojos de una ballena por si es capaz de descifrar su mensaje, pues se imagina que si ésta llega hasta la orilla del mar, a la que no pertenece, es porque quiere decirle algo al mundo.
Hay un momento del día en que Rogelio se queda quieto y escucha el ruido de sus pulmones mientras se llenan de aire y se vacían. Algo truena ahí dentro, y aunque no le duele, le da el presagio de lo que vendrá más adelante y lo sabe inevitable. Será por eso que confía demasiado en ese destino conectado a un respirador que lo auxilie a fumar uno o dos cigarrillos a escondidas de su enfermera —siempre la piensa mujer, jamás hombre— y se permite una que otra negligencia al regresar a casa sin compañía por las madrugadas, a lo largo de la calle que corre en paralelo al puerto. Desde ahí se huele la madera quemada de las fogatas de extraños, y cuando él pasa de largo junto a los grupos de jóvenes que se reúnen por ahí para beber, ellos guardan silencio mientras Rogelio lucha por no caer sobre el pavimento gracias a los traspiés del alcohol o el cansancio del día.
Será por eso que aquella mañana de agosto, en que se sentó a desayunar con la televisión encendida, supo que un centenar de ballenas habían encallado en la playa cercana y morían despacio bajo el sol. Vio a los bañistas confundidos que en otras ocasiones yacen de idéntica manera sin perder el aliento, y Rogelio se preguntó si los enormes animales no buscaban otra cosa más que rendirse bajo la calidez de un astro al que conocen sólo a través de un escudo de agua.
Será por su constante parsimonia que no le pareció mala idea ir hasta allá por la noche y observar la curva de la última ballena a un extremo de la orilla. La conmoción había pasado ya; los héroes se habían ido y no había rastro de mirones ni periodistas, sólo esa solitaria criatura rodeada de la espuma de un mar que no alcanzaba para cobijarla. Rogelio pensó que tal vez allá dentro no habría nada para ella.

Pararse junto a un ser de estas dimensiones era como medirse contra una montaña que de pronto se estremece, es aceptar la insignificancia que se posee, y entender que cualquiera se siente poderoso porque todo lo que uno tiene se construye para que sea más pequeño. Y si es más grande, es porque lo hemos creado para dominarlo.
Una ballena no sabe que existimos. Esa pudo ser la razón por la que Rogelio se acercó tanto, para que ella lo viera y que en su memoria de ballena quedara constancia de que él estuvo ahí, con los zapatos cargados de arena y un crujido casi audible desde sus pulmones.
Su enorme ojo estaba abierto, pero no le decía nada. En realidad, era como una obsidiana pulida sin profundidad. Lo que dejó inmóvil a Rogelio fue ese sonido que emanaba de todo su ser, como un crepitar amplificado y cavernoso que lo inundaba y le explicaba un poco de esa nostalgia del cuerpo que no se mueve, pero que todavía siente.
Ahí, sin sus compañeras, la ballena era la última del regimiento, la que sí se atrevió a cumplir un pacto suicida porque uno aprecia más la vida cuando se le está yendo y no hay nada más hermoso que la propia entrega de armas frente a un desconocido. Frente a Rogelio. De todas las demás, ella fue la que ganó, pues mientras iba perdiendo la sensibilidad de ese cuerpo tan enorme —de seguro todo le habría dolido más a Rogelio con esas proporciones: la partida de Ana, el silencio de Ana, su vida a medio enunciar sin las palabras de Ana—, fue él quien la guardó en los recuerdos, por los que de vez en cuando revive los instantes finales de la ballena varada en la playa nocturna.

Desde entonces, cada vez que observa otro caso de estas fantasmales visitas en la orilla, Rogelio se da cuenta de que, mucho más que lo humano, nada que sea de las ballenas le es ajeno.