martes, 18 de junio de 2013

El último domingo

do you remember the first kiss?
stars shooting across the sky
to come as such place like this
you never left my mind
PJ Harvey


La primera señal de que este sería mi último domingo en la tierra me vino de pronto cuando la cortina se movió sigilosamente, con la brisa de la madrugada. Esa fue la certeza de que este cuerpo se rendía, de una vez por todas, a los años que carga en su osamenta. Sin embargo, no me levanté de la cama para aprovechar el día final junto a mis hijos o las vecinas con las que comparto el sol del solsticio cada vez que hay oportunidad. Me permití dormir hasta tarde, hasta que el calor de este abril enfermizo me obligó a tomar un torpe baño que me recordó que la elasticidad de mis piernas se había esfumado para siempre. No me había dado cuenta de que estaba por abrir la puerta de mi departamento para jamás girar la llave de nuevo, porque hasta ahora, que miro pasar las nubes de tormenta con pereza sobre la ciudad, me doy cuenta de que debía entender que la respiración comenzaría a fallarme antes de que el sol se pusiera. Ya es muy tarde para correr a una sala de emergencia o pedir auxilio a un extraño, así que me siento en esta banca, aparte de las demás, y observo con calma que frente a los ojos no pasa la vida en menos de un minuto, sino que la memoria se activa con la lucidez, de su broma de clausura.
La lucidez.
Tantos años que lamenté olvidar el color de la fruta que mi abuela acomodaba sobre la mesa, o el aroma de la loción de mi tío favorito, ese que perdoné incluso cuando intentó levantar mi vestido azul cuando nos protegíamos de la lluvia bajo el cobertizo. O la marca de cerillos que mi padre siempre cargaba en su bolsillo trasero, con el que encendió tantas fogatas de días de campo sin planear. Todo eso que guardé entre fotos, correspondencia, recibos, boletos de cine o tarjetas postales, no volvió a aparecerse frente a mi desde que esta nostalgia agridulce de mi partida me acompaña.
En lugar de eso, me invadió el frío que sentí la última vez que lo vi, cuando todavía tenía edad para que me juzgaran de novel e inexperta. Mi piel jamás se había erizado de esa manera más que en aquella ocasión, pues al verlo tomar la camioneta hacia el aeropuerto experimenté el miedo a no volverlo a ver, sumado al deseo que sus labios habían provocado algunas horas antes, cuando desnuda en su cama, le permití hundir su rostro entre mis piernas, antes de besarme de manera frenética. Sólo dos noches estuve en su habitación, dos oportunidades en que nos permitimos olvidarnos de la vida que dejábamos atrás, para regresar a ella otra vez un domingo cualquiera. Y aun así, la primera noche, que fue viernes, es la que me arrancó las lágrimas de pérdida, cuando comencé a caminar hacia el centro de la ciudad, vestida con esta bata y este abrigo de anciana, que no me gustan, pero que tengo que usar porque la edad no me permite otra cosa. Recuerdo que habíamos bebido en aquella ciudad extraña, entre otros desconocidos que después llamaría amigos del alma al son de canciones desentonadas y jarras de cerveza sin fin. Teníamos ya una semana de fiesta, cada noche endulzada con botellas de licor y cigarrillos que nos quemaban los dedos porque ya no nos dábamos cuenta de que aspirábamos sólo el filtro. Él, del otro lado de la mesa me miraba de vez en cuando, y yo lo espiaba oculta entre los brazos de los que cantaban o los vasos que brindaban con ruido de vidrios a punto de estrellarse. Decidimos extender la noche hasta sus últimas consecuencias en su cuarto de hotel, en donde nos recibió con más cerveza y cajetillas de cigarro, a pesar de que yo quería dormir y ya. Y así lo hice, sin que me importara el resto. En ese entonces, al día siguiente me desperté medio mareada y abandoné el recinto para bañarme en mi habitación, y no puse atención a que él yacía dormido todavía, al otro extremo de la cama. Pero ahora lo recuerdo todo: él con los otros, escuchándome roncar en medio de un estupor etílico; él, sin decirle una palabra a los que lo vieron, quitándome los tenis para acomodarlos junto al buró izquierdo; él apagando la luz de la lámpara de noche; él metiéndome con cuidado entre las sábanas, sin quitarme una prenda más, como un hermano mayor que vigila el sueño de su hermana pequeña borracha y necia, que insiste en no cubrirse bajo su cuidado porque ya está grande; él, poniéndose la piyama dentro del baño para tomar su lugar lejos de mi, porque le costaba no rodearme con sus brazos, y el temor a dejarse llevar por esa ternura que le despedí cuando un verso de lo que todos entonaban me arrancó un par de lágrimas de amargura, porque así era yo, amargada. Esa fue la primera noche de aquel año en que dormí acompañada. Y desde entonces, jamás me he sentido así de segura.
Eso lo sé ahora.
Antes no le podía poner nombre a la necesidad de su presencia, pero toda mi vida lo extrañé. Ya que estoy a punto de despedirme de lo poco que tuve y la gente que estuvo a mi alrededor, acepto que siempre lamenté no pedirle directamente que no se fuera, que se quedara conmigo. Que ese último beso que me pidió antes de que saliera corriendo de su cuarto, lo debí convertir en un abrazo infinito y una propuesta de huida, para que nadie nos encontrara y el mundo nos olvidara para el resto de nuestros años. Perdí la oportunidad.
Pero la lucidez. Esta terca que me viene siguiendo desde que me acordé de su nombre al ver una botella de whisky en un aparador, me recuerda que esta ciudad nos vio caminar muchas veces hacia direcciones dispares, a pesar de que siempre nuestras huellas se cruzaron en esquinas comunes. A modo de aquellas películas del arqueólogo del sombrero y el látigo, miro el mapa sepia de este sitio a vuelo de pájaro recorrido por dos líneas rojas, independiente una de otra, que le dan la vuelta una y otra vez a nuestros lugares de encuentro: el bar de los sillones rotos, la librería de la señora sorda, la calle adoquinada en la que perdí el equilibrio en bicicleta y en donde él encontró una brillante moneda de cobre, el restaurante en el que me enamoré de un guitarrista y que, en ese mismo mes, él se robó una litografía con otros amigos para firmarla y guardarla para el último que perdiera la vida.
Ahora que yo la pierdo de a poquito, el domingo ha transcurrido en una calma inaudita, en medio de un silencio que se percibe infinito, como cuando en el avión los oídos se tapan y ya no sabes si te molesta o te relaja. Si te evitará escuchar el motor de tu lado fallar, o ahorrarte la angustia de lo inevitable.
Luego de nuestro encuentro nos enviamos unos megabytes de correos electrónicos en los que repasamos, hasta el cansancio, las dos veces que compartimos cama sin que nadie sospechara nada. Exprimimos tanto esa memoria, que creo que hasta inventamos nuevos detalles para excitarnos de nuevo, mintiendo el nivel de intensidad, humedad o placer para encender en el otro la urgencia de una tercera visita, que casi sucede. Hoy acabo de recordar la contraseña de esa cuenta de correo que ya no había visitado en treinta años, a la que me llegaron sus promesas de un futuro posible que jamás se materializó porque nunca abordó el avión que habría de traerlo de vuelta a mi lado. Desde entonces no quise saber de él y le di permiso de mantener los planes que él había hecho antes de conocerme; yo tuve que inventarme otros.
Todos y cada uno de ellos se movieron alrededor de él, hasta ahora me doy cuenta. Y estoy segura de que si mis fuerzas no me abandonaran en este instante, podría correr hasta su puerta para decirle que se equivocó, que en realidad pasamos toda nuestra vida juntos, aunque jamás estuvimos al tanto. Cierro los ojos y le dedico mi último pensamiento, porque el rastro de sus labios me sigue dando los mismos escalofríos de cuando tenía 29 años, aquel último domingo, en una ciudad extraña.
Y ya no hay nada más, excepto esa línea que dibujo, para unirnos por última vez.


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