martes, 25 de junio de 2013

Nadie debería ser fantasma*


Me informan que soy un fantasma. Como no creí de inmediato semejante noticia, corrí al espejo más cercano para comprobar si ahí iba a reflejarse de manera sólida mi cuerpo o si vería una copia traslúcida de lo que recuerdo que soy. Lo curioso es que la primera impresión, esa que dicen que jamás se olvida, me hizo dudar de mi vista, quien me ha jugado dos o tres bromas en el pasado. 
         Por ejemplo, mis ojos me hicieron creer que el brillo con el que me veía un novelista era de estupefacto e imperecedero amor del bueno. Y ándale que no. Entonces, me vi en el espejo pero a la vez no, porque me habían dicho que de un tiempo para acá me han estado invocando para platicarme cualquier cosa que le haya ocurrido en el día, o que al mirar por la ventana se acordó de que me gustaba seguir la trayectoria de los pájaros que acuden a las copas de los árboles cada tarde, o que, Dios santísimo, alguien tomó una foto en la que mi silueta se dibujó en el vidrio que separa los micrófonos de la consola en un cuarto de grabación.
No creo en fantasmas. Y, ciertamente, puedo asegurar que no soy un fantasma porque cuando camino toco el piso con mis pies, y si choco contra un muro no puedo atravesarlo, no importa cuántas ganas tengo de hacerlo. Todavía existo, respiro, si tomo más de seis cervezas me pongo sentimental o aflora mi ira, si no me fijo cuando cruzo una calle una camioneta puede aventarme y regalarle a mi cuerpo otra cicatriz. 
Me informan que soy un fantasma y me parece una mentada de madre, porque el que me lo cuenta piensa que está por contarme una historia romántica acerca de mi recuerdo y sólo pienso que una vez me compararon con Eurídice, esa por la que Orfeo descendió al Hades para traerla de vuelta. Esa que se quedó en el infierno porque no supo seguir la única instrucción: no mirar atrás, no importa lo fuerte que gritaran su nombre. Me dicen que soy fantasma y quiero voltear el escritorio de un golpe porque todo el tiempo quise ser tangible, palpable, presente, y me dan sólo el título de holograma. Esa es otra forma de arder. 
Exijo que me regresen a donde estaba o me entierren con el proceso adecuado. 
Nadie debería ser fantasma si aún pueden decírselo a un par de oídos que podrán escucharlo.


*Publicado originalmente en el suplemento Ocio en la sección Crónica del Ocio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario