“We can’t see the start, we can’t
hide the end”
The Album Leaf
Cada vez que Rogelio veía en las
noticias que en alguna playa se encontraban ballenas varadas, lo invadía una
sensación que le costaba definir, pero que le obligaba a observar aquellos
enormes mamíferos echados de lado sobre la arena. Miraba a los ambientalistas y
voluntarios que ayudan a mantenerlas mojadas, si no podían cargarlas a aguas
más profundas, y se preguntaba si alguna de ellas en realidad quería ser salvada.
Intentar leer su rostro
era como cuando buscaba ojos y boca a los personajes de un óleo de arte
moderno, o cuando hacía lo posible por adivinar lo que un gato piensa mientras
lo ve desde su sillón favorito: no le decían nada. Sin embargo, siempre se concentra
en los ojos de una ballena por si es capaz de descifrar su mensaje, pues se
imagina que si ésta llega hasta la orilla del mar, a la que no pertenece, es
porque quiere decirle algo al mundo.
Hay un momento del día en
que Rogelio se queda quieto y escucha el ruido de sus pulmones mientras se
llenan de aire y se vacían. Algo truena ahí dentro, y aunque no le duele, le da
el presagio de lo que vendrá más adelante y lo sabe inevitable. Será por eso
que confía demasiado en ese destino conectado a un respirador que lo auxilie a
fumar uno o dos cigarrillos a escondidas de su enfermera —siempre la piensa
mujer, jamás hombre— y se permite una que otra negligencia al regresar a casa
sin compañía por las madrugadas, a lo largo de la calle que corre en paralelo
al puerto. Desde ahí se huele la madera quemada de las fogatas de extraños, y
cuando él pasa de largo junto a los grupos de jóvenes que se reúnen por ahí
para beber, ellos guardan silencio mientras Rogelio lucha por no caer sobre el
pavimento gracias a los traspiés del alcohol o el cansancio del día.
Será por eso que aquella
mañana de agosto, en que se sentó a desayunar con la televisión encendida, supo
que un centenar de ballenas habían encallado en la playa cercana y morían
despacio bajo el sol. Vio a los bañistas confundidos que en otras ocasiones
yacen de idéntica manera sin perder el aliento, y Rogelio se preguntó si los
enormes animales no buscaban otra cosa más que rendirse bajo la calidez de un
astro al que conocen sólo a través de un escudo de agua.
Será por su constante
parsimonia que no le pareció mala idea ir hasta allá por la noche y observar la
curva de la última ballena a un extremo de la orilla. La conmoción había pasado
ya; los héroes se habían ido y no había rastro de mirones ni periodistas, sólo
esa solitaria criatura rodeada de la espuma de un mar que no alcanzaba para
cobijarla. Rogelio pensó que tal vez allá dentro no habría nada para ella.
Pararse junto a un ser de estas
dimensiones era como medirse contra una montaña que de pronto se estremece, es
aceptar la insignificancia que se posee, y entender que cualquiera se siente
poderoso porque todo lo que uno tiene se construye para que sea más pequeño. Y
si es más grande, es porque lo hemos creado para dominarlo.
Una ballena no sabe que
existimos. Esa pudo ser la razón por la que Rogelio se acercó tanto, para que
ella lo viera y que en su memoria de ballena quedara constancia de que él
estuvo ahí, con los zapatos cargados de arena y un crujido casi audible desde
sus pulmones.
Su enorme ojo estaba
abierto, pero no le decía nada. En realidad, era como una obsidiana pulida sin
profundidad. Lo que dejó inmóvil a Rogelio fue ese sonido que emanaba de todo
su ser, como un crepitar amplificado y cavernoso que lo inundaba y le explicaba
un poco de esa nostalgia del cuerpo que no se mueve, pero que todavía siente.
Ahí, sin sus compañeras,
la ballena era la última del regimiento, la que sí se atrevió a cumplir un
pacto suicida porque uno aprecia más la vida cuando se le está yendo y no hay
nada más hermoso que la propia entrega de armas frente a un desconocido. Frente
a Rogelio. De todas las demás, ella fue la que ganó, pues mientras iba
perdiendo la sensibilidad de ese cuerpo tan enorme —de seguro todo le habría
dolido más a Rogelio con esas proporciones: la partida de Ana, el silencio de
Ana, su vida a medio enunciar sin las palabras de Ana—, fue él quien la guardó
en los recuerdos, por los que de vez en cuando revive los instantes finales de
la ballena varada en la playa nocturna.
Desde entonces, cada vez
que observa otro caso de estas fantasmales visitas en la orilla, Rogelio se da
cuenta de que, mucho más que lo humano, nada que sea de las ballenas le es
ajeno.

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