viernes, 14 de junio de 2013

Ballenas varadas

“We can’t see the start, we can’t hide the end”
The Album Leaf

Cada vez que Rogelio veía en las noticias que en alguna playa se encontraban ballenas varadas, lo invadía una sensación que le costaba definir, pero que le obligaba a observar aquellos enormes mamíferos echados de lado sobre la arena. Miraba a los ambientalistas y voluntarios que ayudan a mantenerlas mojadas, si no podían cargarlas a aguas más profundas, y se preguntaba si alguna de ellas en realidad quería ser salvada.
Intentar leer su rostro era como cuando buscaba ojos y boca a los personajes de un óleo de arte moderno, o cuando hacía lo posible por adivinar lo que un gato piensa mientras lo ve desde su sillón favorito: no le decían nada. Sin embargo, siempre se concentra en los ojos de una ballena por si es capaz de descifrar su mensaje, pues se imagina que si ésta llega hasta la orilla del mar, a la que no pertenece, es porque quiere decirle algo al mundo.
Hay un momento del día en que Rogelio se queda quieto y escucha el ruido de sus pulmones mientras se llenan de aire y se vacían. Algo truena ahí dentro, y aunque no le duele, le da el presagio de lo que vendrá más adelante y lo sabe inevitable. Será por eso que confía demasiado en ese destino conectado a un respirador que lo auxilie a fumar uno o dos cigarrillos a escondidas de su enfermera —siempre la piensa mujer, jamás hombre— y se permite una que otra negligencia al regresar a casa sin compañía por las madrugadas, a lo largo de la calle que corre en paralelo al puerto. Desde ahí se huele la madera quemada de las fogatas de extraños, y cuando él pasa de largo junto a los grupos de jóvenes que se reúnen por ahí para beber, ellos guardan silencio mientras Rogelio lucha por no caer sobre el pavimento gracias a los traspiés del alcohol o el cansancio del día.
Será por eso que aquella mañana de agosto, en que se sentó a desayunar con la televisión encendida, supo que un centenar de ballenas habían encallado en la playa cercana y morían despacio bajo el sol. Vio a los bañistas confundidos que en otras ocasiones yacen de idéntica manera sin perder el aliento, y Rogelio se preguntó si los enormes animales no buscaban otra cosa más que rendirse bajo la calidez de un astro al que conocen sólo a través de un escudo de agua.
Será por su constante parsimonia que no le pareció mala idea ir hasta allá por la noche y observar la curva de la última ballena a un extremo de la orilla. La conmoción había pasado ya; los héroes se habían ido y no había rastro de mirones ni periodistas, sólo esa solitaria criatura rodeada de la espuma de un mar que no alcanzaba para cobijarla. Rogelio pensó que tal vez allá dentro no habría nada para ella.

Pararse junto a un ser de estas dimensiones era como medirse contra una montaña que de pronto se estremece, es aceptar la insignificancia que se posee, y entender que cualquiera se siente poderoso porque todo lo que uno tiene se construye para que sea más pequeño. Y si es más grande, es porque lo hemos creado para dominarlo.
Una ballena no sabe que existimos. Esa pudo ser la razón por la que Rogelio se acercó tanto, para que ella lo viera y que en su memoria de ballena quedara constancia de que él estuvo ahí, con los zapatos cargados de arena y un crujido casi audible desde sus pulmones.
Su enorme ojo estaba abierto, pero no le decía nada. En realidad, era como una obsidiana pulida sin profundidad. Lo que dejó inmóvil a Rogelio fue ese sonido que emanaba de todo su ser, como un crepitar amplificado y cavernoso que lo inundaba y le explicaba un poco de esa nostalgia del cuerpo que no se mueve, pero que todavía siente.
Ahí, sin sus compañeras, la ballena era la última del regimiento, la que sí se atrevió a cumplir un pacto suicida porque uno aprecia más la vida cuando se le está yendo y no hay nada más hermoso que la propia entrega de armas frente a un desconocido. Frente a Rogelio. De todas las demás, ella fue la que ganó, pues mientras iba perdiendo la sensibilidad de ese cuerpo tan enorme —de seguro todo le habría dolido más a Rogelio con esas proporciones: la partida de Ana, el silencio de Ana, su vida a medio enunciar sin las palabras de Ana—, fue él quien la guardó en los recuerdos, por los que de vez en cuando revive los instantes finales de la ballena varada en la playa nocturna.

Desde entonces, cada vez que observa otro caso de estas fantasmales visitas en la orilla, Rogelio se da cuenta de que, mucho más que lo humano, nada que sea de las ballenas le es ajeno.


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