martes, 30 de abril de 2013

Nunca iré a California





La única ocasión en que he visto la costa de California, acaso única extensión que vale la pena visitar de aquel pedazo de tierra, fue desde el aire, y casi de noche. No sé todavía si era Los Ángeles o San Francisco, pero ahí estaba con su litoral iluminado y el Pacífico hasta donde alcanzaba  el horizonte. Si aun existe así de ancho, curvo al final y desdibujado en el borde, no me consta, pues jamás regresé y ese punto, desde entonces, no es más que un escenario creado por computadora o una foto estática en cientos de recuerdos que no capturé con mi teléfono.
Sin embargo, hubo un corto lapso en el que imaginé paseos en los malecones o en el insípido (descrito así siempre por alguien más, porque siempre alguien más ya ha estado en donde quisiera pararme un rato) centro de Los Ángeles, en tiendas convertidas en leyendas, pues pareciera que allá no hay tantos momumentos, puentes, museos, edificios o museos como en Nueva York, Berlín o Praga, o esas metrópolis que sirven para crecer la casilla de Lugares Culturosos para un currículo inservible, pues no regresaremos a sus calles, y ellas tampoco extrañarán nuestros paseos de borrachos al amanecer.
Esa breve época en que California medio se vislumbraba en mi futuro fue uno en el que, como en todo tiempo presente, no me di cuenta de que era apenas una promesa que le abriría la puerta a otras. No importa a qué, porque esa entrada ya no existe, y aquel paseo al Norte de la divisoria ya ni mi nombre tiene.
Pero cerca de esta hora, que parte en dos la Pangea que es el Martes-Miércoles, le doy una repasada a su geografía y su frontera con Oregon, su anillo de fuego y una historia que, pues seamos valientes, no tendré oportunidad de contar. No vi el nombre de Hollywood en la colina, o una rueda de la fortuna junto al mar, los incendios en la montaña de verano ni un puesto de recuerdos para comprarme un llavero que habría de guardar en un cajón hasta que alguien más pidiera que le contara lo que hice allá.

California fue una llave que dejé en la mesita de noche y permití que se perdiera entre libros y un insomnio que pensaba ya habría desaparecido esta noche. No lo ha hecho y sólo en este momento me di permiso para preguntarme si todavía estará ahí donde la puse.

Y es que, en realidad, todo está bien, aunque todo está mal. 



sábado, 27 de abril de 2013

Nunca seré una portada de The Smiths


El estigma del año de nacimiento lo comprendí hace poco. Todavía un par de meses atrás caminaba por la calle con todo el brillo de mi juventud y mis tenis sucios, los pantalones de bastilla descocida y el cabello revuelto en eso que él me enseñó se llama “ingenuidad”. Para mí no era más que el calor de la felicidad de la ignorancia, esa de la que tanto se habla cuando cruzas la marca de los 25 años y pronuncias con amargura que todos los que llegaron después de ti no sospechan lo pesado que será la carga de los años.
Y entonces llega un habla-suave y es como salir a una calle soleada de verano, de pavimento que arde y casas de muros tan blancos que ciegan de manera dolorosa. Aprendí de nuevo los colores cuando él me contaba de esas películas de guerras interestelares, de Vietnam y motociclistas renegados; conocí como la primera vez a las palabras cuando me citaba novelas publicadas aun antes de que él naciera; supe que no sabía nada de teatro, botanas embolsadas, bebidas gaseasosas, juegos de mesa o de video y mitos urbanos. Aparentemente, todo ya se había inventado, todo, y lo nuevo que pensaba iba a interesarle no era más que la continuación de un legado que, por alguna razón, se sentía orgulloso de haber transmitido. Aunque él no hubiera estado involucrado, bajo ninguna circunstancia, en su creación.
Sin embargo, ahí estaba él, hablándome de este mundo perfecto, de esta suerte de Paraíso al que llamo El Tiempo En Que No Estuve, porque no sólo me significa la triste existencia que he llevado sin darme cuenta. Es decir, mientras en otros días creía que la risa era cansancio gozoso entre cervezas y un montón de mis contemporáneos ante las posibilidades de cualquier madrugada, no imaginaba que detrás quedaban los replicantes que lloraron en la lluvia, las despedidas en blanco y negro en un aeropuerto de África durante la Segunda Guerra Mundial, las reflexiones de un treintañero ante lo hueco del dinero, el deseo y el jazz. Todo eso, me dijo él, me perseguía a pesar de mi absoluta inconsciencia, y El Tiempo En Que No Estuve comenzó a sentirse así  de negado el día en que le hice caso y escuché una lista de reproducción que me compartió en Facebook.
Fue curioso, que después de que insistió en un tutorial extenso acerca del uso de cassettes, discos de vinil, cómo grabar música en cinta magnética y el truco de la cinta adhesica en los primeros para ocultar la vergüenza del mix-tape hecho con esta ingenuidad que según yo me cargo, él me dio una selección musical a través de una red social que domino mejor que Su Majestad, y que, por lo tanto, no tuve ese gastado “gozo” (o así lo denomina cuando volteo mis ojos ante otra clase de cosas que no me importan) de revisar el libro que acompaña a un álbum, si quiera la portada. Por eso fui yo quien indagó en Internet quién era este caballero de acento inglés que me cantaba con tristeza de la nueva música y del cruel letargo que es soñar que alguien te ama, sólo para despertar de nuevo en la completa soledad.
Entonces supe que sus pocos discos no tuvieron ni al vocalista ni a ninguno de la banda en la portada, sino fotos viejas de otro Tiempo En El Que Nunca Estuve, aún más viejo, más lejano. Más muerto.
Nunca seré una portada de The Smiths, pero tendré que aprender a vivir con ello. Pero no es fácil.

martes, 16 de abril de 2013

El síndrome que nos define


Si es verdad eso de que “Dios los hace y ellos se juntan”, debe haber entonces también una cláusula en la que se estipula que es imposible separarse, una vez encontrados. Como manadas de lobos que no aprenden a convivir entre ardillitas o peces dentro de bolsas de plástico, la gente nos hacemos de un modo y, desde que encontramos ese carácter que habrá de definirnos para siempre, no nos dedicamos más que a embonar y a tratar de embonar, aunque sea a la fuerza.
No faltará quien diga que su vida es la búsqueda de la felicidad, propia y ajena, o dejar un mundo mejor. Patrañas. Gastamos más nuestro tiempo aprendiendo a sentirnos agusto o no entre extraños, que a construir obras maestras o productos que hagan del mundo un hogar menos dañino. Tal vez por eso nos gusta pensar que todos los genios fueron solitarios, porque la energía que poseyeron la enfocaron en sus pasiones, proyectos, trabajo… no sé, todo eso que le envidiamos de vez en cuando a los que son capaces de completar una tarea, la que sea.
Los que nos sentimos como La cosa perdida, deformidades de bicho raro o no, nos admitimos un día que somos así como somos ahora y que podríamos cambiar aspectos de afuera y de adentro, mas al final del día no quedaría otro despojo, excepto el que ya mostramos. Tan sólo con un listón más amarillo que el anterior, o un diente sin esquina rota. Gran cosa. Y sólo hay pocos rincones a los que se nos permite entrar, en donde el ruido de la voz no molesta, ni el olor, ni los pasos con las talones demasiado marcados. Ahí nos escucha gente que sí nos quiere escuchar, que tiene la misma sordera del mismo oído, que se ríe de las mismas tragedias, que no soporta la felicidad corriente, ajena sobre todo, y se nos olvida que somos mezquinos, oscuros, polvorientos. Inadecuados.
Hasta que el camino intenta reformarnos, nos pone a un lado de los otros, de los iluminados, y nos muestra esa parcela verde esponjada, casi artificial, de la que hemos escuchado hablar pero no la creemos. Sí existe. Sí tiene agua, nubes, aire. Se puede vivir ahí. Hay espacio para nosotros. Entramos con cuidado, porque pensamos que padecemos el Síndrome de Atila, que todo lo que tocamos es como Midas pero en reversa y que de un momento a otro vamos a arruinarlo todo porque no hay para dónde ir una vez que nos ofrecen la bonanza. Queremos huir, no nos dejan; nos quieren ayudar. ¿Y sabe qué? Lo permitimos. Todo cambio es posible, la cuesta es hacia arriba, nos tienen fe. Valemos la pena.
Sim embargo, es imposible negar los orígenes y habrá una fractura, pequeña e imperceptible al comienzo, que rasgará el hueso entero y frenará el camino exponiendo que, como en todo en la vida, tenemos dos caminos: el nuevo y el del cual venimos. Igual que Elaine Benes lo intenta en cierto capítulo de Seinfeld, aceptamos que los antiguos modos eran incorrectos, y que por lo tanto habrá que seguir por donde ahora nos guían buenas manos. Y como Elaine, fracasaremos.
Porque no importa si es por comer aceitunas sin permisa, o por ser demasiado agresiva con los nuevos amigos, o porque en realidad nunca hubo espacio para nosotros, el universo perfecto nos enseñará que no tenemos cabida, que la dolencia se llama Síndrome de Elaine, y que tendremos que volver.
Volver.
Volver.
Salud.