Hay una
cualidad más difícil de controlar que cualquier super poder que pudiera
adquirirse mediante la mordida de un animal radioactivo. La belleza es una
fuerza que, aunque su portador lo deseara, no podría desactivarse como se hace
con una sonrisa. Esa al menos se puede contener. Pero el sobrecogimiento que
causa algo hermoso es peor que el toque de Midas que convierte en oro un trozo
de pan.
Descubrir la
belleza puede suceder de dos maneras: al escarbar y conocer de manera profunda
un objeto o persona, o a simple vista. Seguro, cualquiera diría que incluso la
menos agraciada posee un brillo especial que la convierte en un monumento, mas
es difícil negar la desventaja ante la que está en un mundo en el que una
persona bonita puede lograr todo con sólo plantarse en una puerta.
No me
malentienda. Esto no se trata de un grito de ayuda: no quiero que me diga que
yo también podría ser de esa categoría (especialmente porque sé que no lo soy:
conozco de qué pierna ranqueo). No se trata tampoco de una vendetta en contra
de todas esas chicas que me robaron la atención de un hombre más, indefenso
ante su redondeada perfección. Hablo de la forma en que a veces sobrestimamos a
una mujer Hermosa simplemente porque lo es, pues suponemos que tiene todo fácil
en la vida. Son ellas las que abren las puertas automáticas, que permiten que
el sol brille, que los vestidos cortos se vean como fueron concebidos, que
valga la pena que una playa tenga sábanas de arena infinita.
Eso no debe
ser sencillo.
Ver a la
humanidad rendirse a tus pies podría ser una de las sensaciones más
terroríficas del mundo. Ahora imagínese lo que es darse cuenta que puede
utilizarse a destajo. Que funciona en la escuela, en el supermercado, en medio
del tráfico, dentro del autobús más atestado; ante hombres solteros, mujeres
defectuosas de su hipotálamo, junto a sacerdotes, niños y hasta ciegos que
presienten el débil pero constante terremoto que su osamenta produce. Debe ser
aún peor saber que ese poder es imposible de frenar. Que ya no quiere flores,
atenciones desmedidas e inmerecidas, que se le tome a menos porque el seso no
cuenta, peor, no interesa y que una cara perfecta es suficiente. Aceptar que se
gana por genética, no por mérito propio; que ni las gafas grandes, el cabello
despeinado, la ropa sucia o la fase en que esté la Luna podrán convertir a esa
criatura celestial en el más terrenal de los humanos.
Las chicas
bellas no parecen de nuestro barrio. Por eso les negamos alma. Hay quienes se
rinden y dicen que aprovecharán este talismán que les pesa en el cuello, a
sabiendas que un día habrá de oxidarse y sabrán lo que es ser del montón justo
cuando no haya ni músculo ni mente para conseguir siquiera unas migajas.
¿Qué haría yo
con todo eso que tienen algunas y que nos fascina tanto? Conseguiría unn tarro
de ácido o quizá un cuchillo bien afilado. Algo que quite de los ojos de mi
amante que aunque soy un monstruo por dentro soy un lindo camafeo para llevar
en la corbata, al menos hasta que las chaparreras o las arrugas me conviertan
en una vaca. Veo a las chicas guapas y no me inspiran lástima. Me dan miedo,
porque sé que jamás tendré su valentía para caminar a la luz de los otros,
sabiéndome deseada por extraños que no sospecharían que soy capaz de
destruirles el pasado con apenas un poco de voluntad. Miedo porque mientras me
confío por la vida, pensando que no tengo que hacer nada porque de cualquier
forma nadie me regalará una mirada, el día en que su hermosura muera, a la que
le van a pedir cuentas es a mí, pues de la otra no se esperaba nada.
Excepto
seguir siendo bella.

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