Si es
verdad eso de que “Dios los hace y ellos se juntan”, debe haber entonces
también una cláusula en la que se estipula que es imposible separarse, una vez
encontrados. Como manadas de lobos que no aprenden a convivir entre ardillitas
o peces dentro de bolsas de plástico, la gente nos hacemos de un modo y, desde
que encontramos ese carácter que habrá de definirnos para siempre, no nos
dedicamos más que a embonar y a tratar de embonar, aunque sea a la fuerza.
No faltará
quien diga que su vida es la búsqueda de la felicidad, propia y ajena, o dejar
un mundo mejor. Patrañas. Gastamos más nuestro tiempo aprendiendo a sentirnos
agusto o no entre extraños, que a construir obras maestras o productos que
hagan del mundo un hogar menos dañino. Tal vez por eso nos gusta pensar que
todos los genios fueron solitarios, porque la energía que poseyeron la
enfocaron en sus pasiones, proyectos, trabajo… no sé, todo eso que le
envidiamos de vez en cuando a los que son capaces de completar una tarea, la
que sea.
Los que
nos sentimos como La cosa perdida, deformidades de bicho raro o no, nos
admitimos un día que somos así como somos ahora y que podríamos cambiar
aspectos de afuera y de adentro, mas al final del día no quedaría otro despojo,
excepto el que ya mostramos. Tan sólo con un listón más amarillo que el
anterior, o un diente sin esquina rota. Gran cosa. Y sólo hay pocos rincones a
los que se nos permite entrar, en donde el ruido de la voz no molesta, ni el
olor, ni los pasos con las talones demasiado marcados. Ahí nos escucha gente
que sí nos quiere escuchar, que tiene la misma sordera del mismo oído, que se
ríe de las mismas tragedias, que no soporta la felicidad corriente, ajena sobre
todo, y se nos olvida que somos mezquinos, oscuros, polvorientos. Inadecuados.
Hasta que
el camino intenta reformarnos, nos pone a un lado de los otros, de los
iluminados, y nos muestra esa parcela verde esponjada, casi artificial, de la
que hemos escuchado hablar pero no la creemos. Sí existe. Sí tiene agua, nubes,
aire. Se puede vivir ahí. Hay espacio para nosotros. Entramos con cuidado,
porque pensamos que padecemos el Síndrome de Atila, que todo lo que tocamos es
como Midas pero en reversa y que de un momento a otro vamos a arruinarlo todo
porque no hay para dónde ir una vez que nos ofrecen la bonanza. Queremos huir,
no nos dejan; nos quieren ayudar. ¿Y sabe qué? Lo permitimos. Todo cambio es
posible, la cuesta es hacia arriba, nos tienen fe. Valemos la pena.
Sim embargo,
es imposible negar los orígenes y habrá una fractura, pequeña e imperceptible
al comienzo, que rasgará el hueso entero y frenará el camino exponiendo que,
como en todo en la vida, tenemos dos caminos: el nuevo y el del cual venimos.
Igual que Elaine Benes lo intenta en cierto capítulo de Seinfeld, aceptamos que
los antiguos modos eran incorrectos, y que por lo tanto habrá que seguir por
donde ahora nos guían buenas manos. Y como Elaine, fracasaremos.
Porque no
importa si es por comer aceitunas sin permisa, o por ser demasiado agresiva con
los nuevos amigos, o porque en realidad nunca hubo espacio para nosotros, el
universo perfecto nos enseñará que no tenemos cabida, que la dolencia se llama Síndrome
de Elaine, y que tendremos que volver.
Volver.
Volver.
Salud.
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