La única
ocasión en que he visto la costa de California, acaso única extensión que vale
la pena visitar de aquel pedazo de tierra, fue desde el aire, y casi de noche.
No sé todavía si era Los Ángeles o San Francisco, pero ahí estaba con su
litoral iluminado y el Pacífico hasta donde alcanzaba el horizonte. Si aun existe así de ancho,
curvo al final y desdibujado en el borde, no me consta, pues jamás regresé y
ese punto, desde entonces, no es más que un escenario creado por computadora o
una foto estática en cientos de recuerdos que no capturé con mi teléfono.
Sin embargo,
hubo un corto lapso en el que imaginé paseos en los malecones o en el insípido
(descrito así siempre por alguien más, porque siempre alguien más ya ha estado
en donde quisiera pararme un rato) centro de Los Ángeles, en tiendas
convertidas en leyendas, pues pareciera que allá no hay tantos momumentos,
puentes, museos, edificios o museos como en Nueva York, Berlín o Praga, o esas
metrópolis que sirven para crecer la casilla de Lugares Culturosos para un
currículo inservible, pues no regresaremos a sus calles, y ellas tampoco
extrañarán nuestros paseos de borrachos al amanecer.
Esa breve época en que California medio se
vislumbraba en mi futuro fue uno en el que, como en todo tiempo presente, no me
di cuenta de que era apenas una promesa que le abriría la puerta a otras. No
importa a qué, porque esa entrada ya no existe, y aquel paseo al Norte de la
divisoria ya ni mi nombre tiene.
Pero cerca de esta hora, que parte en dos la
Pangea que es el Martes-Miércoles, le doy una repasada a su geografía y su
frontera con Oregon, su anillo de fuego y una historia que, pues seamos
valientes, no tendré oportunidad de contar. No vi el nombre de Hollywood en la
colina, o una rueda de la fortuna junto al mar, los incendios en la montaña de
verano ni un puesto de recuerdos para comprarme un llavero que habría de
guardar en un cajón hasta que alguien más pidiera que le contara lo que hice
allá.
California fue una llave que dejé en la mesita de
noche y permití que se perdiera entre libros y un insomnio que pensaba ya
habría desaparecido esta noche. No lo ha hecho y sólo en este momento me di
permiso para preguntarme si todavía estará ahí donde la puse.
Y es que, en realidad, todo está bien, aunque todo
está mal.

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