El estigma
del año de nacimiento lo comprendí hace poco. Todavía un par de meses atrás
caminaba por la calle con todo el brillo de mi juventud y mis tenis sucios, los
pantalones de bastilla descocida y el cabello revuelto en eso que él me enseñó
se llama “ingenuidad”. Para mí no era más que el calor de la felicidad de la
ignorancia, esa de la que tanto se habla cuando cruzas la marca de los 25 años
y pronuncias con amargura que todos los que llegaron después de ti no sospechan
lo pesado que será la carga de los años.
Y entonces llega un habla-suave y es como salir a una calle soleada
de verano, de pavimento que arde y casas de muros tan blancos que ciegan de
manera dolorosa. Aprendí de nuevo los colores cuando él me contaba de esas
películas de guerras interestelares, de Vietnam y motociclistas renegados;
conocí como la primera vez a las palabras cuando me citaba novelas publicadas
aun antes de que él naciera; supe que no sabía nada de teatro, botanas
embolsadas, bebidas gaseasosas, juegos de mesa o de video y mitos urbanos.
Aparentemente, todo ya se había inventado, todo, y lo nuevo que pensaba iba a
interesarle no era más que la continuación de un legado que, por alguna razón,
se sentía orgulloso de haber transmitido. Aunque él no hubiera estado
involucrado, bajo ninguna circunstancia, en su creación.
Sin embargo, ahí estaba él, hablándome de este mundo perfecto, de
esta suerte de Paraíso al que llamo El Tiempo En Que No Estuve, porque no sólo
me significa la triste existencia que he llevado sin darme cuenta. Es decir,
mientras en otros días creía que la risa era cansancio gozoso entre cervezas y
un montón de mis contemporáneos ante las posibilidades de cualquier madrugada,
no imaginaba que detrás quedaban los replicantes que lloraron en la lluvia, las
despedidas en blanco y negro en un aeropuerto de África durante la Segunda
Guerra Mundial, las reflexiones de un treintañero ante lo hueco del dinero, el
deseo y el jazz. Todo eso, me dijo él, me perseguía a pesar de mi absoluta
inconsciencia, y El Tiempo En Que No Estuve comenzó a sentirse así de negado el día en que le hice caso y
escuché una lista de reproducción que me compartió en Facebook.
Fue curioso, que después de que insistió en un tutorial extenso
acerca del uso de cassettes, discos de vinil, cómo grabar música en cinta
magnética y el truco de la cinta adhesica en los primeros para ocultar la
vergüenza del mix-tape hecho con esta ingenuidad que según yo me cargo, él me
dio una selección musical a través de una red social que domino mejor que Su
Majestad, y que, por lo tanto, no tuve ese gastado “gozo” (o así lo denomina
cuando volteo mis ojos ante otra clase de cosas que no me importan) de revisar
el libro que acompaña a un álbum, si quiera la portada. Por eso fui yo quien
indagó en Internet quién era este caballero de acento inglés que me cantaba con
tristeza de la nueva música y del cruel letargo que es soñar que alguien te
ama, sólo para despertar de nuevo en la completa soledad.
Entonces supe que sus pocos discos no tuvieron ni al vocalista ni a
ninguno de la banda en la portada, sino fotos viejas de otro Tiempo En El Que
Nunca Estuve, aún más viejo, más lejano. Más muerto.
Nunca seré una portada de The Smiths, pero tendré que aprender a
vivir con ello. Pero no es fácil.

No hay comentarios:
Publicar un comentario