Me
informan que soy un fantasma. Como no creí de inmediato semejante noticia,
corrí al espejo más cercano para comprobar si ahí iba a reflejarse de manera
sólida mi cuerpo o si vería una copia traslúcida de lo que recuerdo que soy. Lo
curioso es que la primera impresión, esa que dicen que jamás se olvida, me hizo
dudar de mi vista, quien me ha jugado dos o tres bromas en el pasado.
Por
ejemplo, mis ojos me hicieron creer que el brillo con el que me veía un
novelista era de estupefacto e imperecedero amor del bueno. Y ándale que no. Entonces,
me vi en el espejo pero a la vez no, porque me habían dicho que de un
tiempo para acá me han estado invocando para platicarme cualquier cosa que le
haya ocurrido en el día, o que al mirar por la ventana se acordó de que me
gustaba seguir la trayectoria de los pájaros que acuden a las copas de los
árboles cada tarde, o que, Dios santísimo, alguien tomó una foto en la que mi
silueta se dibujó en el vidrio que separa los micrófonos de la consola en un
cuarto de grabación.
No creo en fantasmas. Y, ciertamente, puedo asegurar que
no soy un fantasma porque cuando camino toco el piso con mis pies, y si choco
contra un muro no puedo atravesarlo, no importa cuántas ganas tengo de hacerlo.
Todavía existo, respiro, si tomo más de seis cervezas me pongo sentimental o
aflora mi ira, si no me fijo cuando cruzo una calle una camioneta puede
aventarme y regalarle a mi cuerpo otra cicatriz.
Me informan que soy un
fantasma y me parece una mentada de madre, porque el que me lo cuenta piensa
que está por contarme una historia romántica acerca de mi recuerdo y sólo
pienso que una vez me compararon con Eurídice, esa por la que Orfeo descendió
al Hades para traerla de vuelta. Esa que se quedó en el infierno porque no supo
seguir la única instrucción: no mirar atrás, no importa lo fuerte que gritaran
su nombre. Me dicen que soy fantasma y quiero voltear el escritorio de un golpe
porque todo el tiempo quise ser tangible, palpable, presente, y me dan sólo el
título de holograma. Esa es otra forma de arder.
Exijo que me regresen a donde
estaba o me entierren con el proceso adecuado.
Nadie debería ser fantasma si
aún pueden decírselo a un par de oídos que podrán escucharlo.
*Publicado originalmente en el suplemento Ocio en la sección Crónica del Ocio.
La primera señal de que este sería mi último domingo
en la tierra me vino de pronto cuando la cortina se movió sigilosamente, con la
brisa de la madrugada. Esa fue la certeza de que este cuerpo se rendía, de una
vez por todas, a los años que carga en su osamenta. Sin embargo, no me levanté
de la cama para aprovechar el día final junto a mis hijos o las vecinas con las
que comparto el sol del solsticio cada vez que hay oportunidad. Me permití
dormir hasta tarde, hasta que el calor de este abril enfermizo me obligó a
tomar un torpe baño que me recordó que la elasticidad de mis piernas se había
esfumado para siempre. No me había dado cuenta de que estaba por abrir la
puerta de mi departamento para jamás girar la llave de nuevo, porque hasta
ahora, que miro pasar las nubes de tormenta con pereza sobre la ciudad, me doy
cuenta de que debía entender que la respiración comenzaría a fallarme antes de
que el sol se pusiera. Ya es muy tarde para correr a una sala de emergencia o
pedir auxilio a un extraño, así que me siento en esta banca, aparte de las
demás, y observo con calma que frente a los ojos no pasa la vida en menos de un
minuto, sino que la memoria se activa con la lucidez, de su broma de clausura.
La lucidez.
Tantos años que lamenté olvidar el color
de la fruta que mi abuela acomodaba sobre la mesa, o el aroma de la loción de
mi tío favorito, ese que perdoné incluso cuando intentó levantar mi vestido
azul cuando nos protegíamos de la lluvia bajo el cobertizo. O la marca de
cerillos que mi padre siempre cargaba en su bolsillo trasero, con el que
encendió tantas fogatas de días de campo sin planear. Todo eso que guardé entre
fotos, correspondencia, recibos, boletos de cine o tarjetas postales, no volvió
a aparecerse frente a mi desde que esta nostalgia agridulce de mi partida me
acompaña.
En lugar de eso, me invadió el frío que
sentí la última vez que lo vi, cuando todavía tenía edad para que me juzgaran
de novel e inexperta. Mi piel jamás se había erizado de esa manera más que en
aquella ocasión, pues al verlo tomar la camioneta hacia el aeropuerto
experimenté el miedo a no volverlo a ver, sumado al deseo que sus labios habían
provocado algunas horas antes, cuando desnuda en su cama, le permití hundir su
rostro entre mis piernas, antes de besarme de manera frenética. Sólo dos noches
estuve en su habitación, dos oportunidades en que nos permitimos olvidarnos de
la vida que dejábamos atrás, para regresar a ella otra vez un domingo
cualquiera. Y aun así, la primera noche, que fue viernes, es la que me arrancó
las lágrimas de pérdida, cuando comencé a caminar hacia el centro de la ciudad,
vestida con esta bata y este abrigo de anciana, que no me gustan, pero que
tengo que usar porque la edad no me permite otra cosa. Recuerdo que habíamos
bebido en aquella ciudad extraña, entre otros desconocidos que después llamaría
amigos del alma al son de canciones desentonadas y jarras de cerveza sin fin.
Teníamos ya una semana de fiesta, cada noche endulzada con botellas de licor y
cigarrillos que nos quemaban los dedos porque ya no nos dábamos cuenta de que
aspirábamos sólo el filtro. Él, del otro lado de la mesa me miraba de vez en
cuando, y yo lo espiaba oculta entre los brazos de los que cantaban o los vasos
que brindaban con ruido de vidrios a punto de estrellarse. Decidimos extender
la noche hasta sus últimas consecuencias en su cuarto de hotel, en donde nos
recibió con más cerveza y cajetillas de cigarro, a pesar de que yo quería
dormir y ya. Y así lo hice, sin que me importara el resto. En ese entonces, al
día siguiente me desperté medio mareada y abandoné el recinto para bañarme en
mi habitación, y no puse atención a que él yacía dormido todavía, al otro
extremo de la cama. Pero ahora lo recuerdo todo: él con los otros, escuchándome
roncar en medio de un estupor etílico; él, sin decirle una palabra a los que lo
vieron, quitándome los tenis para acomodarlos junto al buró izquierdo; él
apagando la luz de la lámpara de noche; él metiéndome con cuidado entre las
sábanas, sin quitarme una prenda más, como un hermano mayor que vigila el sueño
de su hermana pequeña borracha y necia, que insiste en no cubrirse bajo su
cuidado porque ya está grande; él, poniéndose la piyama dentro del baño para
tomar su lugar lejos de mi, porque le costaba no rodearme con sus brazos, y el
temor a dejarse llevar por esa ternura que le despedí cuando un verso de lo que
todos entonaban me arrancó un par de lágrimas de amargura, porque así era yo,
amargada. Esa fue la primera noche de aquel año en que dormí acompañada. Y
desde entonces, jamás me he sentido así de segura.
Eso lo sé ahora.
Antes no le podía poner nombre a la
necesidad de su presencia, pero toda mi vida lo extrañé. Ya que estoy a punto
de despedirme de lo poco que tuve y la gente que estuvo a mi alrededor, acepto
que siempre lamenté no pedirle directamente que no se fuera, que se quedara
conmigo. Que ese último beso que me pidió antes de que saliera corriendo de su
cuarto, lo debí convertir en un abrazo infinito y una propuesta de huida, para
que nadie nos encontrara y el mundo nos olvidara para el resto de nuestros
años. Perdí la oportunidad.
Pero la lucidez. Esta terca que me viene
siguiendo desde que me acordé de su nombre al ver una botella de whisky en un
aparador, me recuerda que esta ciudad nos vio caminar muchas veces hacia
direcciones dispares, a pesar de que siempre nuestras huellas se cruzaron en
esquinas comunes. A modo de aquellas películas del arqueólogo del sombrero y el
látigo, miro el mapa sepia de este sitio a vuelo de pájaro recorrido por dos
líneas rojas, independiente una de otra, que le dan la vuelta una y otra vez a
nuestros lugares de encuentro: el bar de los sillones rotos, la librería de la
señora sorda, la calle adoquinada en la que perdí el equilibrio en bicicleta y
en donde él encontró una brillante moneda de cobre, el restaurante en el que me
enamoré de un guitarrista y que, en ese mismo mes, él se robó una litografía
con otros amigos para firmarla y guardarla para el último que perdiera la vida.
Ahora que yo la pierdo de a poquito, el
domingo ha transcurrido en una calma inaudita, en medio de un silencio que se
percibe infinito, como cuando en el avión los oídos se tapan y ya no sabes si
te molesta o te relaja. Si te evitará escuchar el motor de tu lado fallar, o
ahorrarte la angustia de lo inevitable.
Luego de nuestro encuentro nos enviamos
unos megabytes de correos electrónicos en los que repasamos, hasta el
cansancio, las dos veces que compartimos cama sin que nadie sospechara nada.
Exprimimos tanto esa memoria, que creo que hasta inventamos nuevos detalles
para excitarnos de nuevo, mintiendo el nivel de intensidad, humedad o placer
para encender en el otro la urgencia de una tercera visita, que casi sucede.
Hoy acabo de recordar la contraseña de esa cuenta de correo que ya no había
visitado en treinta años, a la que me llegaron sus promesas de un futuro
posible que jamás se materializó porque nunca abordó el avión que habría de
traerlo de vuelta a mi lado. Desde entonces no quise saber de él y le di
permiso de mantener los planes que él había hecho antes de conocerme; yo tuve
que inventarme otros.
Todos y cada uno de ellos se movieron
alrededor de él, hasta ahora me doy cuenta. Y estoy segura de que si mis
fuerzas no me abandonaran en este instante, podría correr hasta su puerta para
decirle que se equivocó, que en realidad pasamos toda nuestra vida juntos,
aunque jamás estuvimos al tanto. Cierro los ojos y le dedico mi último
pensamiento, porque el rastro de sus labios me sigue dando los mismos
escalofríos de cuando tenía 29 años, aquel último domingo, en una ciudad
extraña.
Y ya no hay nada más, excepto esa línea
que dibujo, para unirnos por última vez.
Cada vez que Rogelio veía en las
noticias que en alguna playa se encontraban ballenas varadas, lo invadía una
sensación que le costaba definir, pero que le obligaba a observar aquellos
enormes mamíferos echados de lado sobre la arena. Miraba a los ambientalistas y
voluntarios que ayudan a mantenerlas mojadas, si no podían cargarlas a aguas
más profundas, y se preguntaba si alguna de ellas en realidad quería ser salvada.
Intentar leer su rostro
era como cuando buscaba ojos y boca a los personajes de un óleo de arte
moderno, o cuando hacía lo posible por adivinar lo que un gato piensa mientras
lo ve desde su sillón favorito: no le decían nada. Sin embargo, siempre se concentra
en los ojos de una ballena por si es capaz de descifrar su mensaje, pues se
imagina que si ésta llega hasta la orilla del mar, a la que no pertenece, es
porque quiere decirle algo al mundo.
Hay un momento del día en
que Rogelio se queda quieto y escucha el ruido de sus pulmones mientras se
llenan de aire y se vacían. Algo truena ahí dentro, y aunque no le duele, le da
el presagio de lo que vendrá más adelante y lo sabe inevitable. Será por eso
que confía demasiado en ese destino conectado a un respirador que lo auxilie a
fumar uno o dos cigarrillos a escondidas de su enfermera —siempre la piensa
mujer, jamás hombre— y se permite una que otra negligencia al regresar a casa
sin compañía por las madrugadas, a lo largo de la calle que corre en paralelo
al puerto. Desde ahí se huele la madera quemada de las fogatas de extraños, y
cuando él pasa de largo junto a los grupos de jóvenes que se reúnen por ahí
para beber, ellos guardan silencio mientras Rogelio lucha por no caer sobre el
pavimento gracias a los traspiés del alcohol o el cansancio del día.
Será por eso que aquella
mañana de agosto, en que se sentó a desayunar con la televisión encendida, supo
que un centenar de ballenas habían encallado en la playa cercana y morían
despacio bajo el sol. Vio a los bañistas confundidos que en otras ocasiones
yacen de idéntica manera sin perder el aliento, y Rogelio se preguntó si los
enormes animales no buscaban otra cosa más que rendirse bajo la calidez de un
astro al que conocen sólo a través de un escudo de agua.
Será por su constante
parsimonia que no le pareció mala idea ir hasta allá por la noche y observar la
curva de la última ballena a un extremo de la orilla. La conmoción había pasado
ya; los héroes se habían ido y no había rastro de mirones ni periodistas, sólo
esa solitaria criatura rodeada de la espuma de un mar que no alcanzaba para
cobijarla. Rogelio pensó que tal vez allá dentro no habría nada para ella.
Pararse junto a un ser de estas
dimensiones era como medirse contra una montaña que de pronto se estremece, es
aceptar la insignificancia que se posee, y entender que cualquiera se siente
poderoso porque todo lo que uno tiene se construye para que sea más pequeño. Y
si es más grande, es porque lo hemos creado para dominarlo.
Una ballena no sabe que
existimos. Esa pudo ser la razón por la que Rogelio se acercó tanto, para que
ella lo viera y que en su memoria de ballena quedara constancia de que él
estuvo ahí, con los zapatos cargados de arena y un crujido casi audible desde
sus pulmones.
Su enorme ojo estaba
abierto, pero no le decía nada. En realidad, era como una obsidiana pulida sin
profundidad. Lo que dejó inmóvil a Rogelio fue ese sonido que emanaba de todo
su ser, como un crepitar amplificado y cavernoso que lo inundaba y le explicaba
un poco de esa nostalgia del cuerpo que no se mueve, pero que todavía siente.
Ahí, sin sus compañeras,
la ballena era la última del regimiento, la que sí se atrevió a cumplir un
pacto suicida porque uno aprecia más la vida cuando se le está yendo y no hay
nada más hermoso que la propia entrega de armas frente a un desconocido. Frente
a Rogelio. De todas las demás, ella fue la que ganó, pues mientras iba
perdiendo la sensibilidad de ese cuerpo tan enorme —de seguro todo le habría
dolido más a Rogelio con esas proporciones: la partida de Ana, el silencio de
Ana, su vida a medio enunciar sin las palabras de Ana—, fue él quien la guardó
en los recuerdos, por los que de vez en cuando revive los instantes finales de
la ballena varada en la playa nocturna.
Desde entonces, cada vez
que observa otro caso de estas fantasmales visitas en la orilla, Rogelio se da
cuenta de que, mucho más que lo humano, nada que sea de las ballenas le es
ajeno.
Me dieron ganas de contarte que cuando te
veo subir la escalera me recuerdas a uno de esos como los que sigo al bajar al
tren, y me pregunto si no te habría confundido ya más de una vez con alguno de
ellos al pensar que eras otra persona, del montón, que simplemente olía como tú
cuando vistes ropa limpia. Creo que si entonces hubiera descubierto que
caminaba detrás del verdadero tú me habría sentido decepcionada, porque eso
querría decir que conforme pasa el tiempo hay menos extraños que me recuerdan a
ti, que tanto te echo de menos. A ti,
que hasta olvidaste que me doy cuenta de todo lo que haces, aunque decidas no
contármelo, mientras te sientas a mi lado, sobre la cama, lejos.